Siempre nos quedará París, Paula
Paula (Christian Schwochow, 2016)
Biopic con todas las esperadas licencias argumentales y dramáticas de la pintora alemana Paula Modersohn-Becker y de cómo llegó a la popularidad tras mudarse a la capital francesa y vivir aquel ambiente de bohemia y artisteo tan irrepetible como convertido en la actualidad en una especie de parque temático para turistas. Un interesante trabajo que bebe tanto de las biografías de pintores hollywoodienses al uso (‘El loco del pelo rojo’, por ejemplo) como del enfermizamente romántico francés de su realismo social.
Midnight in Paris (Woody Allen, 2011)
Cualquier tiempo pasado fue mejor para cualquiera que se ha puesto nostálgico con su propio pasado mientras desaprovecha su presente. Cuento ejemplarizantemente irónico que Woody Allen convirtió en una película de viajes temporales repleta de humor. El París de Scott Fitzgerald, de Picasso, de Hemingway, de Gertrude Stein… como punto final de las noches y madrugadas de un Owen Wilson descontento de su vida actual y al que París le da la oportunidad de ver que no todo era una fiesta.
La última vez que vi París (Richard Brooks, 1954)
Hablando de Francis Scott Fitzgerald he aquí la académica (y muy censurada) traslación en imágenes de uno de sus textos, esas eternas narraciones sobre insatisfacciones personales y sentimentales en una Europa, una Francia y una ciudad de París como metáfora del naufragio de toda una generación norteamericana. Richard Brooks, experto en adaptaciones de textos imposibles, hace lo que puede pero no puede con su protagonista masculino, un blandísimo Van Johnson.
París, siempre París (Luciano Emmer, 1952)
Más de una década antes de que se estrenara la estupenda comedia sobre viajes organizados por Europa ‘Si hoy es martes esto es Bélgica’, el cine popular italiano ya contó cosas similares e igualmente divertidas en esta ‘París, siempre París’. Unos turistas italianos van de un sitio a otro por la capital francesa tropezándose con sus tópicos, mostrando los suyos e incluso viviendo alguna que otra pequeña peripecia romántica. Hoy olvidada, fue una de las películas más taquilleras en toda Europa en su día.
París, bajos fondos (Jacques Becker, 1951)
En esas otras partes de la geografía urbana de la capital francesa, las de barrios como Pigalle o Montmartre, es donde tiene lugar la desesperada crónica de la vida de una prostituta de dorada cabellera, una Simone Signoret en uno de sus papeles más recordados. Macarras, artistas bohemios, hambre, absenta, la alegría de vivir en una París no por ser lumpen menos luminosa aunque la enfermedad y la muerte asomen el rostro con la excusa del naturalismo de Zola. Un clásico, por descontado.
París bien vale una moza (Pedro Lazaga, 1972)
Los españolitos del desarrollo y del subdesarrollo, los del boom del turismo, tenían claro que lo verde empieza en los Pirineos mientras se preguntaban si los niños de verdad vienen de París. En 1972, esa frontera ancestral que se cruzaba para ver películas picantes en Perpiñán (y que antes fue puerta de salida hacia el exilio político) sirvió para que nuestro macho ibericus, Alfredo Landa, fuera hasta la capital, hiciera turismo, descubriera el Crazy Horse y otros locales picantes e incluso ligara… de manera muy católica, por supuesto.
Encuentro en París (Richard Quine, 1963)
Una de las mejores comedias de la historia del cine norteamericano y una de las indispensables propuestas sobre ese género metarreferencial que es el cine dentro el cine, aquí visto desde la figura de un guionista que escribe y reescribe su historia de amor en el idílico marco de la capital parisina. William Holden y Audrey Hepburn (la más parisina de las actrices de Hollywood) son los protagonistas de este diamante de Cartier lleno de cameos y con una visión de la ciudad tan sentimental como ficticia.
Un americano en Paris (Vincente Minnelli, 1951)
Todos los tópicos del mundo en relación con esa París de quartiers, baguetes, boinas, pastís, petanca, pintores callejeros y buhardillas desde las que irremediablemente se ve siempre la torre Eiffel recortada sobre una luna llena. Las melodías de George y Ira Gershwin como fondo de un espectáculo Metro-Goldwyn-Mayer que Gene Kelly y Vincente Minnelli se tomaron como un reto muy artie (la fiesta de disfraces en blanco y negro) pero que brilla en su escena con los niños y Kelly cantando al mundo que tiene ritmo, marcha y una chica. ¿Quién querría nada más?
Un día volveré (Martin Ritt, 1961)
La bohemia pictórica daría el relevo a la musical en las calles de una París cada vez más fotogénica. El jazz se convirtió en la música de moda que los intelectuales franceses asumieron casi como propia (al igual que la novela negra el cine negro) y muchos representantes norteamericanos vieron en la ciudad de la luz el mejor de los refugios, de los exilios creativos, sobre todo si se trataba de personas de color (negro). Sidney Poitier y Paul Newman son esos americanos en París a ritmo de jazz, vivencias, desarraigo y conflictos sentimentales varios.
Una cara con ángel (Stanley Donen, 1956)
Desde que Audrey Hepburn (actriz europea e nacimiento, no lo olvidemos) pisara una París de estudio en la británica ‘Oro en barras’ sabíamos que estaría ligada por siempre a la capital francesa. Su mayor conexión fue en esta deliciosa comedia musical de Stanley Donen donde comparte bailes y canciones con un Fred Astaire en la piel de un fotógrafo de modas. Muchas coñas sobre el existencialismo y otras tonterías moderniquis de la época… ¿O es que los hipsters os creéis que lo habéis inventado todo?
Henry y June (Philip Kaufman, 1990)
El norteamericano Henry Miller escandalizó a medio mundo con sus tórridos y sexuales trópicos. En su exilio creativo y de experimentación del amor libre en Europa, en Francia (aquellos tranquilos días en Clichy) y en París, Miller representó de nuevo esa idea de la bohemia yanqui que dejaba atrás convencionalismos (más en su obra que en sus actos particulares) y que serviría para que Philip Kaufman (en sus momentos de creerse un autor europeo) filmara escenas eróticas de manual Just Jaeckin.
Bubú de Montparnasse (Mauro Bolognini, 1970)
De nuevo ese París de pintores que se mueren de hambre y frío y que se enamoran perdidamente de sus modelos, muchas de ellas prostitutas o bailarinas. Adaptación de una popular novela del francés Charles Louis Philippe, el italiano Mauro Bolognini se dejó llevar por el romanticismo extremo y trágico mientras le daba una oportunidad de oro al actor Massimo Ranieri, toda una celebridad en fotonovelas y series televisivas. Sus decorados de estudio le dan un aroma decididamente decadente.
Irma la dulce (Billy Wilder, 1963)
Salvo las tomas generales del mercado de Le Havre y alguna del Pont Neuf, el París que recoge el romance entre un gendarme reconvertido en chulo y una prostituta que viste lencería verde se construyó en estudio… y resulta genuinamente parisino, tal vez porque París es en el fondo la idea que tenemos de ella. Un musical que Billy Wilder despoja de canciones y que le sirve para hablar del destino, del amor y de la estúpida, ridícula y divertida condición humana. Pero esa, como diría Moustache, es otra historia.
El arte de amar (Norman Jewison, 1965)
Le faltaba muy poco para ‘En el corazón de la noche’, ganar oscars, ponerse a llevar musicales de éxito a la gran pantalla, y Norman Jewison seguía labrándose una muy buena reputación como artesanal director de comedias. Esta, en la que James Garner se ve metido en líos por culpa de sus amigotes, uno de ellos el mismísimo Carl Reiner (co-guionista del film). Pintores americanos bohemios sin blanca en París, muertes simuladas, equívocos policiales y la guillotina como convidada especial en el clímax final.
Los amantes de Montparnasse (Jacques Becker, 1957)
Nuevamente (véase ‘París bajos fondos’) el increíble Jacques Becker (el papi de Jean, éste todavía en activo) mirando ese París de brumas y vidas tan desesperadas como movidas por el amor, las pasiones y el arte. La vida del pintor Modigliani (un Gérard Philippe en el esplendor de su carrera como actor y como galán), sus modelos, sus noches de meditación y necesidades y el mayor de sus amores, tanto en la vida real como en sus lienzos, esa mujer a la cual Anouk Aimée dota de un hálito de inmortalidad.
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